Atenea, un dolor de cabeza

En la cultura griega, son particularmente terribles los designios en los que un hijo destrona al padre, o lo destruye, como hiciera el titán Cronos con Urano, su padre el Cielo, casado con Gea, la Tierra. A su vez, Cronos devoraba a sus hijos por el temor de ser aniquilado por alguno de ellos. Zeus sobrevive este predicamento, y se vuelve el rey de los dioses, estableciendo su morada en el Monte Olimpo como el poderoso señor del trueno. Su primera mujer, antes que Hera, fue Metis, una oceánide. Eso sin contar los numerosos encuentros sexuales que Zeus tenía por doquier, con doncellas engañadas por las múltiples formas que el dios podía adquirir para satisfacer sus apetitos carnales. A Metis la poseyó, la dejó preñada, y el embarazo procedió durante algunos meses, hasta que el nefasto designio volvió a la mente de Zeus: el oráculo le profetizó que tendría hijos más poderosos que él mismo, descendencia que podría derrocarlo, y siguiendo el ejemplo de su linaje, devoró a Metis.

El ejemplo viene como anillo al dedo para contarles una historia más cercana; mucho más cercana. De mi ciudad. Una ciudad de doble moral donde reinan las arraigadas actitudes patriarcales y el predominio del hombre, del macho, del dios que decide, realiza y ejecuta. Está este control tan normalizado, que muchas mujeres no parecen darse cuenta de que existe otra posibilidad. Así sucedió con Alondra, artista de la escena, brillante pero ingenua, que se enamoró de Demián.

El devastador encanto de este hombre la sedujo y no sólo yacieron juntos, sino que ella ejecutaba para él cualquier ocurrencia que tuviera; le resolvía la vida, trabajaba y le pasaba el dinero por debajo de la mesa para no dejarlo en mal ante otros comensales, y nunca, por mucho tiempo, pudo comprobarle los diversos amoríos que se le imputaban en el infierno de este terrenal Olimpo. Confundida y presionada a la vez, Alondra se fue quedando cada vez más sola, salvo por la omnipresencia de Demián. Se alejó de amigos y familia, involuntariamente, pues no podía resolver los problemas que las demandas de su dios le causaban con el resto del mundo. La condición de abuso que ella sufría, por el lado emocional la debilitaba, pero por el lado laboral, la hacía más fuerte: tuvo que aprender, negociar, crear, realizar. A cambio de nada, quizá de unos cariños, pero se volvió mejor que él; mucho mejor, a tal grado que le provocó unos celos irremediables. Demián la veía crecer y redobló el sometimiento: le prohibió trabajar con otros, le impidió estudiar para evitar que estuviera en contacto con otros hombres y alguien fuera a seducirla, se burlaba de sus talentos para destruir su autoestima y que no se marchara jamás. La desarmó, la destrozó, se la tragó. Justo como Zeus a Metis, pensando en eliminar el riesgo y conservar su supremacía. Pero como con la oceánide, la historia no termina ahí.

Zeus devoró a Metis, para que ésta nunca procreara hijos mejores que él, conservándola para siempre en su interior, pero su barbarie no sirvió de nada, pues la gestación siguió adelante con ambos seres en sus entrañas. Así, a su debido tiempo, Metis dio a luz a una hija, una diosa que habría de ser respetada por todos en el Olimpo por su sabiduría y virtudes: Atenea. A partir de ese instante, Zeus comenzó a tener unas jaquecas terribles, que no le dejaban en paz ni por un momento, y la vida se le hizo insoportable. No podía deshacerse del dolor, ni aún siendo rey de los dioses, y era tal el martirio, que pidió que le abriesen la cabeza para librarse de la pena. Hefesto, que al nacer fue arrojado del Olimpo por su fealdad, para luego convertirse en señor del fuego y de la forja, herrero de los dioses, fue el indicado para partirle el cráneo (no se sabe si con cierta felicidad de por medio, ante el desprecio inicial de su padre, pues se dice nacido de Hera y el mismo Zeus). Así, toma su hacha y asesta un golpe que abre la cabeza de Zeus, brotando de este limpio corte la figura de la diosa Atenea, ya madura, adulta, completamente vestida y equipada con casco y lanza, lista para la guerra.

Zeus devoró a Metis, para que ésta nunca procreara hijos mejores que él, conservándola para siempre en su interior, pero su barbarie no sirvió de nada, pues la gestación siguió adelante con ambos seres en sus entrañas.

Alondra tocó fondo en soledad para renacer, para impulsarse con todo su ser hacia arriba, para librarse del fango y dar una rabiosa bocanada de aire que la devolviera a la vida. Pidió lo que necesitaba, intentó el diálogo, volver al equilibrio y salvar la relación, el amor, el negocio, pero el ego de Demián volvía a sujetarla de los cabellos, manteniéndola bajo el agua. Y el vínculo, ya sutil y frágil, se rompió.  Ruptura del cordón umbilical, ruptura de la fuente, sangre y lágrimas por doquier. No se pudo por la paz, pues entonces por la guerra, Atenea lista para dar pelea, otra vez fuerte, resiliente, ahora sí, sana. Su inteligencia siempre dijo: a ti no te engañarán, no te pondrán la mano encima; pero la realidad desvarió, y la desconcertó. La vergüenza, la sorpresa, no la dejaron acudir a otros (de hecho no tenía a quién, pues ya estaba sola) y fue por puro convencimiento, por mero ejercicio de su mente que se convenció de que la vida tenía que ser otra. No así, esto no; esta esclavitud no vale la pena. Y el acero de Hefesto –como Alondra muchas veces rezó a Dios: por favor, baja tu hachita del cielo y ábrele el seso para que entienda, para que cambie- por fin cayó sobre la cabeza de Damián. Sólo que él no cambió, cambió ella. El valiente vive hasta que el oprimido se reencuentra.

Alondra tocó fondo en soledad para renacer, para impulsarse con todo su ser hacia arriba, para librarse del fango y dar una rabiosa bocanada de aire que la devolviera a la vida.

Alondra nació así, o mejor dicho, renació. Porque esta historia es real, aunque suene a fantasía, ella es real. Y su historia también; triste historia repetida hasta el cansancio en mi tierra y en el mundo. Es la historia de muchas: de Nadia Verónica, de Nayeli, de Fátima, de Gabriela, de Paola, de Jacqueline, de Giovana, de Abigaíl, de Ingrid, de Érika, de Guadalupe, de Susana. Cuento esta historia no porque sea única, sino justamente porque no lo es. Y porque Alondra volvió diosa, volvió justa, volvió sabia como Atenea. Fuerte como otros hombres, resiliente como oceánide, valiente como mujer.

El valiente vive hasta que el oprimido se reencuentra.

El sistema no pudo respaldarla, pero ella denunció, demandó. No había –de hecho, no hay en Puebla– leyes que protejan a la mujer de abusos verbales, emocionales, financieros. No te protegen cuando tu hombre te arrastra hasta la ventana de un quinto piso, pues eso ¿cómo se demuestra en el ministerio público? Pero guerrera salió del cráneo de Zeus, completamente formada, adulta, segura, portando con orgullo los emblemas de soldado: casco y lanza, Metis y Atenea, para no callarse nunca más, para tender la mano a sus hermanas, para pelear por la equidad y la dignidad, en busca de un futuro más luminoso para las mujeres.

Que todas vuelvan a casa.


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